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Buy Me A Coffee

El corte de Daniela

By Rosita Tijeras

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Daniela estaba sentada en la silla del salón de belleza, inmóvil, observando su reflejo en el espejo. La estilista la limpiaba con un bledo, retirando los pequeños cabellos que se le habían quedado pegados en el cuello. Pronto le quitarían la capa. No sabía qué pensar. Había entrado al salón con su melena hasta la espalda, decidida a un cambio radical. Quería un pixie, un corte corto. Sin embargo, lo que le habían hecho no era lo que esperaba; sentía que la estilista le había cortado de más, se sentía trasquilada. Estaba desconcertada.

Primero, la estilista le cortó el cabello con tijeras, y Daniela ya lo veía muy corto. Pero luego, sin previo aviso, escuchó el zumbido de la maquinita. La estilista le pidió que bajara la barbilla, y sin objetar ni preguntar nada, Daniela obedeció. Sintió la vibración de la máquina recorriendo su cabecita. ¡Esto no se lo esperaba! La sensación le resultó curiosamente agradable, pero también la asustó. ¿Qué tanto le estaban cortando? ¿La estarían rapando? ¿Qué tan pelona la estaban dejando?

Daniela notó que su cabello estaba muy, muy corto, incluso más corto que el de sus amigos hombres. Entonces, la peluquera tomó un espejo pequeño y lo colocó para que Daniela pudiera ver la parte de atrás de su corte. No sabía qué pensar. La nuca estaba prácticamente rapada, y el flequillo… era el más corto que jamás había tenido.

La peluquera comentó: “Cortito, cortito, como querías. ¿Así está bien? ¿Te gusta?”. Daniela no sabía bien qué decir, y casi en automático, fingió una sonrisa y respondió que sí.

Daniela no estaba segura de qué sentir. El corte era muy diferente a lo que había imaginado, mucho más cortito. Se sentía inquieta, con mucha incertidumbre. ¿Se habría equivocado al querer cortarse el cabello tan corto? ¿Se habría equivocado al venir a esta estética? ¿Se habría equivocado al explicarle a la estilista cómo lo quería? Se sentía tan peloncita. Pagó en la caja, todavía en una especie de trance, y salió del salón.

Caminaba hacia su departamento, tocándose el cabello constantemente, como si la sensación pudiera ayudarla a comprender mejor lo que acababa de ocurrir. Cada vez que pasaba la mano por su nuca rapadita, sentía algo nuevo: el cosquilleo de la piel expuesta, el aire fresco que nunca antes había percibido de esa manera. No dejaba de pensar en lo diferente que se veía, en lo diferente que se sentía.

Cuando llegó a casa, los pequeños cabellitos incrustados en su ropa le picaban. Decidió darse una ducha para quitárselos y, mientras se lavaba el cabello, la brevedad de sus mechones la sorprendía más y más. No había vuelta atrás. Se preguntaba si había cometido un error, pero le gustaba lo fácil que era ducharse ahora.

Después de la ducha, se puso un vestido para sentirse más femenina. Mientras se peinaba —si es que aún podía llamarse “peinar”—, notó que ya no necesitaría ninguno de los accesorios que solía usar para amarrarse el cabello. Los observó un momento y luego los guardó en el cajón. Al verse en el espejo, decidió ponerse unos aretes que le encantaban, algo que antes pasaba desapercibido entre su melena. Ahora, los aretes resaltaban de una manera inesperada, y le gustaba.

Se miró en el espejo, con su vestido y su nuevo corte. Entonces decidió colocarse un pequeño broche rosa en el cabello, que combinaba bien con su vestido. El cabello estaba tan corto que apenas había suficiente para que el broche se sostuviera, pero le gustaba el toque.

Sí, se veía diferente, pero también se veía muy guapa. Había algo en esa simplicidad que la hacía sentir renovada. Miró el reloj y se dio cuenta de que era hora de ir a almorzar con sus amigas, como habían acordado. Salió de casa aún con algo de incertidumbre, preguntándose qué pensarían todas de su nuevo look.

Cuando llegó al restaurante, sus amigas la miraron con asombro. No podían creer lo que veían. Daniela, la de la melena hasta la espalda, la que casi siempre llevaba el cabello en una cola de caballo o en un chongo, ahora estaba peloncita, peloncita. El nerviosismo regresó, pero pronto comenzaron a fluir las palabras de alabanza: “¡Te queda súper bien!”, “¡Te ves muy bonita!”. Algunas no podían aguantarse las ganas de acariciarle la nuquita rapadita. Una de ellas se acercó por detrás y le revolvió el cabello. “Danielita, te ves guapísima”, le dijo, mientras la saludaba con un beso. Algunas más comentaron que les gustaría atreverse a hacerse algo tan radical.

Daniela no pudo evitar notar cómo las miradas se posaban en ella, tanto de chicas como de chicos que estaban en el restaurante. Se sentía observada, pero no de forma incómoda. De repente, la inseguridad empezó a disiparse, reemplazada por una sensación de satisfacción. Había hecho algo muy atrevido, y decidió que sí, que le gustaba mucho estar peloncita.

Al final del día, mientras volvía a casa, sonrió para sí misma. Pensó que la peluquera la había “trasquilado”, pero que también la había dejado muy bonita. Seguramente volvería a la misma estética en algunas semanas y pediría que la atendiera ella. No se dejaría crecer el pelo por un buen tiempo.

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